En su excepcionalmente perspicaz libro, Racism: A Short History, el historiador de la Universidad de Stanford George M. Fredrickson señala la paradoja de que las nociones de igualdad humana fueran la condición previa necesaria para la aparición del racismo. Si una sociedad se basa en la premisa de la desigualdad, produciendo una jerarquía aceptada -que no es cuestionada ni siquiera por los relegados a su nadir-, entonces no hay necesidad de localizar la causa de la posición de los subalternos en alguna característica específica de su parte que los haga menos dignos que otros.
Sin embargo, a medida que las sociedades se han ido comprometiendo cada vez más con la creencia en la libertad y la igualdad — a medida que las ideas antaño revolucionarias sobre la igualdad de derechos para todos se han ido extendiendo, especialmente en Occidente — entonces se afirma que aquellos grupos a los que se les niegan sistemáticamente estos derechos poseen lo que Fredrickson llama «alguna deficiencia extraordinaria que los hace menos que plenamente humanos». Es decir, el racismo surgió como resultado de la contradicción entre los principios igualitarios unidos al tratamiento excluyente de grupos étnicos específicos: el rechazo de las sociedades orgánicamente jerarquizadas trajo consigo la necesidad implícita de dar cuenta del hecho de que algunos grupos fueran sometidos a la servidumbre, a la separación forzada del resto de la sociedad o a la creación de guetos.
A partir de finales del siglo XVIII, cuando el racionalismo de la Ilustración sustituyó a la fe y la superstición como fuente de autoridad, los pronunciamientos de la ciencia se convirtieron en el método preferido para conciliar la diferencia entre los principios y la práctica. En las sociedades en las que se ha producido una discriminación sistemática contra grupos raciales específicos, inevitablemente ha ido acompañada de intentos de justificar dichas políticas por motivos científicos.
En términos generales, ha habido tres tipos de explicaciones científicas ofrecidas en apoyo putativo de la discriminación racial, cada una de ellas con una larga historia. Uno de los enfoques ha consistido en afirmar que el mestizaje racial entraña peligros biológicos. De hecho, fue precisamente sobre la base de esta creencia que en los Estados Unidos y en Sudáfrica hubo durante muchos años prohibiciones legales contra los matrimonios mixtos. Las primeras supuestas pruebas de esta conclusión fueron aportadas a mediados del siglo XIX principalmente por los médicos, que afirmaban que, como resultado de su mezcla de sangre, los «mulatos» eran considerablemente más susceptibles a las enfermedades que cualquiera de sus padres y, por tanto, excepcionalmente efímeros. Además, si las personas de raza mixta se casaban entre sí, según los principales antropólogos de la época, se volvían progresivamente menos fértiles, llegando a ser completamente estériles.
A principios del siglo XX, poco después de que el descubrimiento de los trabajos de Gregor Mendel por parte de la comunidad científica diera lugar a una nueva y apasionante rama de la biología, los genetistas advirtieron de que los matrimonios mixtos entre razas «muy alejadas» podían producir lo que llamaban «desarmonías» genéticas. Charles Benedict Davenport, un investigador de renombre mundial en aquella época, observó, por ejemplo, que si un miembro de una raza alta, como los escoceses, se casaba con un miembro de una raza pequeña, como los italianos del sur, su descendencia podría heredar los genes de los órganos internos grandes de uno de los progenitores y los de la estatura pequeña del otro, lo que daría lugar a vísceras demasiado grandes para la contextura. Naturalmente, estas afirmaciones no se mantuvieron durante mucho tiempo, pero pronto fueron sustituidas por otras menos fáciles de refutar, ya que algunos científicos sociales insistieron en que los hijos de padres mestizos eran moral e intelectualmente inferiores a cualquiera de los progenitores.
Aunque la creencia en estos desajustes genéticos estuvo en su día bastante extendida dentro de la comunidad científica y se citaba específicamente para racionalizar diversas políticas de opresión racial, esta noción goza ahora de mucha menos credibilidad. Sin embargo, aunque no ha habido absolutamente ninguna prueba de que el mestizaje racial pueda producir una desarmonía de cualquier tipo, las advertencias sobre algún tipo de discordia genética están todavía lejos de estar totalmente extinguidas. Hace sólo unos años, Glayde Whitney, un destacado genetista y ex presidente de la Asociación de Genética del Comportamiento, afirmaba que el mestizaje de «razas lejanas» podía producir una mezcla genética perjudicial en la descendencia, citando la amplia gama de problemas de salud que afectaban a los afroamericanos y su elevada tasa de mortalidad infantil como ejemplos de los efectos de las «incompatibilidades híbridas» causadas por los genes blancos que no se detectaban debido a la convención de «una gota» que definía a todos los «híbridos» como negros. Como es lógico, también fue un orador habitual ante grupos neonazis y, en un discurso ante una convención de negacionistas del holocausto, culpó a los judíos de una conspiración para debilitar a los blancos persuadiéndoles de que extendieran la igualdad política a los negros.Otra tendencia en la justificación científica de la discriminación racial ha sido la afirmación de que el prejuicio es un fenómeno natural y, de hecho, esencial, necesario para que el proceso evolutivo sea eficaz al garantizar la integridad de los grupos genéticos. Según este punto de vista, la evolución no ejerce su efecto selectivo sobre los individuos sino sobre los grupos, lo que hace necesario que las razas se mantengan separadas unas de otras y relativamente homogéneas si se quiere que haya progreso evolutivo. Un antropólogo que se adhiere a esta creencia se refiere a la tendencia a «desconfiar y repeler» a los miembros de otras razas como una parte natural de la personalidad humana y uno de los pilares básicos de la civilización.
Por último, la forma más común en que se ha utilizado la ciencia para apoyar la discriminación racial es a través de pronunciamientos de que algunos grupos están sistemáticamente menos dotados que otros en rasgos cognitivos o de comportamiento importantes. Esto no quiere decir que no haya diferencias de grupo en estos rasgos, sino que en este punto no hay conclusiones claras, que en cualquier caso serían irrelevantes para las cuestiones de igualdad social y política. No obstante, existe de nuevo una larga historia de utilización de tales afirmaciones con fines opresivos. Durante el primer cuarto del siglo XX, hubo una especial preocupación por los resultados de los primeros tests de inteligencia, que supuestamente demostraban que los europeos del sur y del este no sólo eran intelectualmente inferiores a sus homólogos del norte, sino que tampoco eran aptos para gobernarse a sí mismos. Algunos de los científicos más importantes de la época explicaron que los nórdicos, caracterizados por una mayor autoafirmación y determinación, además de por su inteligencia, estaban destinados por su naturaleza genética a gobernar a otras razas. En el último medio siglo, la controversia sobre los rasgos intelectuales y morales se ha centrado principalmente en las diferencias entre los negros y otras razas, que solían citar quienes pretendían preservar el dominio de la minoría blanca en Sudáfrica y la segregación legal en Estados Unidos.
En la actualidad, el investigador más conocido que destaca la importancia de las diferencias raciales es el psicólogo canadiense J. Philippe Rushton, autor de Race, Evolution, and Behavior: A Life History Perspective, que se distribuyó sin solicitarlo en una versión abreviada a decenas de miles de científicos sociales en un intento poco sutil de influir tanto en sus colegas científicos como en la opinión pública. En el prefacio del libro abreviado, Rushton prometió explicar por qué las razas difieren en las tasas de criminalidad, la capacidad de aprendizaje y la prevalencia del SIDA. En el relato posterior, afirmaba que el comportamiento de los negros, ya sea en África o en la diáspora, reflejaba lo que él llamaba una «ley básica de la evolución», en la que la estrategia reproductiva estaba vinculada al desarrollo intelectual, de modo que cuanto más avanzado fuera este último, menor sería el número de descendientes y mayor la inversión de tiempo y esfuerzo en el cuidado de cada uno de ellos. Así, declaró que, en comparación con los caucásicos y los asiáticos, los negros tendían a ser más activos sexualmente y agresivos, mientras que eran menos inteligentes y menos capaces de autocontrol, organización social compleja y estabilidad familiar. Al igual que Glayde Whitney, Rushton también ha sido uno de los oradores favoritos en las convenciones de las organizaciones dedicadas a las políticas que codificarían la supremacía blanca oficialmente en la ley.
Tras la Segunda Guerra Mundial, dos conferencias de científicos reconocidos internacionalmente, celebradas por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), emitieron declaraciones sobre la raza. Aunque hubo ligeras diferencias en sus observaciones sobre la posibilidad de diferencias innatas, ambos grupos coincidieron en que la igualdad como principio ético relativo a los derechos que deben disfrutar todos los miembros de una sociedad no se basaba en ninguna conclusión científica sobre las características raciales. Esta posición debería seguir informando nuestro pensamiento sobre la raza y la ciencia. Aunque las corrientes de pensamiento analizadas en este artículo no cuentan con un apoyo generalizado entre los científicos contemporáneos, el hecho de que sean cuestiones apropiadas para la búsqueda científica no viene al caso. Tales afirmaciones, científicamente falsas o válidas, deberían ser totalmente irrelevantes para los derechos consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU.